La capital del Principado me acogió -aquella mañana fría de noviembre- con su genuino orbayu. Al salir del parking de la Escandalera me encaminé a la catedral por la calle San Francisco. Enseguida vislumbré -erguida por encima de los edificios colindantes- la escultural torre gótica catedralicia.
Mi intención no era otra que acceder al templo en horas tempranas, cuando la afluencia de visitantes es mínima y de esa guisa contemplar a mi gusto los pocos vestigios, que aún permanecen en su interior de la época anterior al gótico. Portaba conmigo una guía, que me informaría con toda clase de detalles de los mismos.
Apenas queda nada, en el interior de la seo, de la antigua fábrica románica, salvo la imagen del Salvador, ante la cual se postraban antaño y hogaño los peregrinos, antes de reemprender el camino santiagués, para cumplir con la máxima popular: "el que va a Santiago y no al Salvador, visita al siervo y deja al señor".
La imagen se ubica sobre un pilar entre el crucero y la capilla mayor. Se trata de una románica talla pétrea policromada datada por algunos estudiosos en el siglo XI; otros la posponen a los siglos XII ó XIII. Varias leyendas giran en torno de esta venerada imagen y perduran en el tiempo en la memoria de muchos ovetenses. Como la que asegura que el fin del mundo llegará cuando al Salvador se le caiga al suelo el globo terráqueo que sostiene con su mano izquierda.
Deambulando por las capillas laterales me topé con la que buscaba: Nuestra Señora del Rey Casto. Mi curiosidad se centraba no tanto por conocer ese espacio gótico-flamígero como sí el Panteón Real que alberga la capilla. Y es ahí donde se conserva el único sarcófago del primigenio lugar mortuorio mandado construir por Alfonso II el Casto. Lo compone una lauda de mármol de la época del siglo V, que acogió en su día el cuerpo de un personaje romano llamado Ithatio, segú reza el epitafio esculpido en la tapa. Según se cree fueron trasladados en él los restos de Alfonso III y los de su mujer, desde Astorga a la catedral de Oviedo.
Por una escalinta que parte de la recepción de visitantes y abonando previamente cinco euros se llega a una sala cuadrangular cuya puerta del fondo da paso a la Cámara Santa. El recinto actual se articula en dos espacios de épocas distintas separados por una verja. En su origen fue una capilla palatina auspiciada por Alfonso II. En el ábside, de configuración prerrománica, se exponen los valiosos tesoros catedralicios. Transcribo literalmente lo que dice la guía de los tres que más me llamaron la atención y son de estilo puramente asturiano. En primer lugar, la conocida caja de las Ágatas que "fue donada por Fruela en el año 910, según consta en la inscripción grabada en la base de la caja. Las tapas y sus caras se recubren con piedras preciosas con un manifiesto dominio de la técnica de la orfebrería".
Otra de las joyas es la Cruz de los Ángeles. Al decir de la tradición su nombre proviene de la creencia que sólo los ángeles pudieron hacer esa maravillosa pieza de artesanía. Sus cuatro brazos iguales confluyen en un medallón central. "Es de madera dura recubierta con una chapa de oro, decorada en su cara anterior con una excelente labor de filigrana acompañada de valiosas piezas. La parte posterior, en cambio, tiene la chapa de oro sin labrar, pero muestra en el centro un valiso camafeo con una representación posiblemente no cristiana. Existe una inscripción que da cuenta de la dedicatoria de Alfonso II y la fecha, 808".
Finalmente, la Cruz de la Victoria. Es una cruz latina con los extremos de sus brazos trilobulados. Fue donada por Alfonso III y "toda ella está cubierta de oro, esmaltes y pedrería engarzada y simétricamente distribuida. El reverso es más sencillo y también ofrece inscripción y la fecha de la dedicatoria".
Aunque ya del periodo románico destaca también el Arca Santa, que ocupa el centro de la capilla. Regalada en 1075 por Alfonso VI con el fin de acoger las reliquias traidas de Toledo. "Es de madera repujada en plata y en el panel frontal se adorna con un Pantocrátor en mandorla, entre los doce apóstoles y en las esquinas los cuatro símbolos del Tetramorfos".
En el siglo XII el obispo, don Pelayo, transformó la nave -tal como aparece en la actualidad- acoplando las imágenes que constituye el magnífico Apostolado y sustituyendo la añeja cubierta de madera por bóveda de cañón.
El Apostolado lo forma seis pares de figuras -adosadas a los fustes de sus correspondientes columnas - que parecen conversar entre sí e identificables algunas de ellas por los estereotipos transmitidos por la tradición religiosa: las llaves a san Pedro, la concha a Santiago, la calvicie a san Pablo y santo Tomás por que figura su nombre esculpido. Al resto no logré identificarlos por más que insistí en la tarea.
Lo que sí es evidente es la similitud de este grupo de apóstoles con los del Pórtico de la Gloria de la catedral de Santiago de Compostela. Si en ésta fue un artista conocido, el magister Mateo, su artífice; en cambio, el de la Cámara se desconoce su nombre, pero bien pudiera haber sido un alumno aventajado de aquél. Aspectos comunes de su hacer relacionan a ambos maestros: la naturalidad expresiva de los rostros de las imágenes, el tratamiento original de los pliegues de las vestimentas y los cabellos y barbas bien perfilados.
Bajo la Cámara Santa se halla la cripta de Santa Leocadia. Se accede a ella por una puerta baja sita en uno de las pandas del claustro. Es una sala sepulcral cubierta con bóveda de cañón que arranca de un zócalo casi a ras del suelo. En la cabecera se abre un vano entre columnas de mármol y en las paredes hay dos huecos abocinados. Todo el espacio -por sus reducidas dimensiones- me resultó agobiante.
De allí pasé al cementerio de los Peregrinos. Es un terreno ajardinado presidido por un olivo centenario. Junto al muro norte de la cripta se extiende por el suelo una serie de tapas sepulcrales muy similares a las del recinto mortuorio.
Desde allí mismo se apercibe la estructura arquitectónica del edificio románico que acoge en su interior las dos plantas antes referida. La cornisa de los muros se apoya en canecillos de buena factura y metopas con relieves fitomórficos.Antes de dar por finalizada la visita me acerqué al museo. Con la contempalción del díptico románico llamado de don Gundisalvo di por bien empleada su búsqueda. Son dos tablas unidas por bisagras, a las que se incorporan una serie de figuras en marfil; a la izquierda , un Calvario y un Pantocrátor, a la derecha, rodeado por los símbolos de los evangelistas. A su lado otro díptico, pero de origen bizantino que, en cuanto a belleza, no le sigue a la zaga con el anterior.
Ya fuera de la catedral me despedí de la Torre Vieja, que se erige en el lado meridional. No tan espectacular como la gótica, pero sí con la clásica reciedumbre de las construcciones románicas. Es de planta cuadrada con tres pisos siendo el inferior prerrománico.
Autor y fotos: Javi Pelaz. Santander
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